La
festividad del 2 de febrero recuerda dos hechos que refiere el evangelista san
Lucas: La purificación de la Santísima Virgen y la presentación del Niño Jesús
en el templo.
De acuerdo
con la ley mosaica (Levítico), la mujer que daba a luz quedaba legalmente
impura por un período de cuarenta días (si su vástago era varón) o de ochenta
(si era hembra). Durante todo este tiempo la madre debía permanecer en retiro,
sin poder participar en las funciones sagradas públicas.
Al cabo del
plazo correspondiente, debía acudir al templo para presentar, en el atrio de
las mujeres, su ofrenda ante el sacerdote, el cual debía inmolarla a Dios como
holocausto de adoración y de expiación a favor de la oferente. Ésta recibía
entonces una declaración de que había quedado legalmente pura y podía
reintegrarse a la vida de la comunidad.
Además, si
el hijo era varón y primogénito debía ser consagrado a Dios como primicia que
era, siendo rescatado mediante el pago de cinco siclos. Este rescate era una
formalidad simbólica, pues había pasado ya el tiempo en el que los primogénitos
varones eran destinados al servicio religioso, al haberse designado a la tribu
de Leví como la casta sacerdotal del pueblo escogido.
María se
sometió a las disposiciones de la religión veterotestamentaria porque era una
piadosa israelita, que guardaba la palabra de Dios y la ponía en práctica, que
la conocía muy bien y la meditaba en su corazón, como lo demuestra el precioso
canto del Magníficat, que entonó al recibir el saludo de su prima Isabel y que
rezuma una fuerte inspiración bíblica (lo que demuestra su gran familiaridad
con la Escritura). Evidentemente, no necesitaba purificarse, siendo la Purísima
por excelencia, sin mancha ni pecado, y habiendo engendrado y dado a
luz al Hijo de Dios, que salió de su castísimo seno como la luz por cristal
diáfano, sin quiebra ni menoscabo. Pero dos consideraciones nos permiten
comprender por qué, sin embargo, la Santísima Virgen, no se eximió de una ley
que no la afectaba.
La primera
es su profunda y sincera humildad, que no necesitaba reivindicar ningún
privilegio porque sabía que todo lo había recibido graciosamente de su Creador.
La segunda
es que convenía que todo el negocio de la Encarnación quedara oculto a Satanás.
Sin embargo,
he aquí que dos píos ancianos, atentos a las profecías, son los que se percatan
de que el Niño que vienen a presentar al templo aprovechando la purificación de
la Madre, es el Hijo de las promesas, el que ha de traer la salvación a Israel
y, por ella, a todas las gentes. Simeón y Ana son los primeros a quienes se
ofrece la luz de la fe en Jesús y la aceptan. Ana, la profetisa, es, además, la
primera misionera, pues, después de ver al Niño y alabar a Dios “hablaba de Él
a cuantos esperaban la redención de Jerusalén”.
La
festividad de la Purificación de Nuestra Señora y de la Presentación del Niño
en el Templo fue fijada por la Iglesia el 2 de febrero inspirándose en los cuarenta
días prescritos por la ley de Moisés para declarar la pureza legal de una
parturienta (desde el 25 de diciembre hasta el 2 de febrero corren, en efecto,
cuarenta días). Es el broche de oro que cierra el ciclo de Navidad y marca para
muchos el tiempo de retirar los adornos natalicios. También en este día cambia
la antífona mayor de la Virgen que se canta en completas: el Alma Redemptoris
Mater es substituida por el Ave Regina coelorum, que exalta el poder de María,
que le viene de su divina Maternidad.
Antaño era
costumbre entre las familias católicas el que las madres recién paridas se
mantuvieran retiradas también durante cuarenta días después del parto a
contemplación e imitación de la Santísima Virgen. Es por ello por lo que no
solían asistir al bautizo de sus hijos y acudían de manera discreta a la
iglesia para cumplir con el precepto dominical o se eximían de éste si estaban
débiles por los trabajos puerperales. Al cabo del plazo cuadragenario hacían
pública comparecencia en la iglesia con comitiva y cierto aparato festivo en lo
que se llamaba la “salida de parida”. Allí recibían una bendición especial:
Benedictio mulieris post partum (que trae el Rituale Romanum), teniendo una
candela encendida en la mano.
Laudablemente,
la madre ofrecía el estipendio de la misa a la que asistía, como reminiscencia
de la ofrenda de las mujeres israelitas para obtener su pureza legal. Después del santo sacrificio, el neonato, ya bautizado, era
presentado y consagrado a la Virgen ante la imagen o en la capilla de la advocación
a la que la familia era devota, si antes no lo había sido inmediatamente
después del bautizo.
Sería
conveniente que volviera a retomarse esta bellísima usanza, desgraciadamente
olvidada por los imperativos de la vida moderna. Pero nada impide que, sin
necesidad de que se observe exactamente el término de cuarenta días, las madres
cristianas señalen el fin de su baja por maternidad mediante una “salida de
parida” y encarguen una misa de acción de gracias.
La liturgia
de la festividad del 2 de febrero consta de tres partes, a saber:
1) la
bendición y distribución de las candelas
2) la procesión con las candelas
bendecidas
3) la misa
de la Presentación.
La primera y
segunda partes han dado origen al nombre popular con el que se conoce en España
el día de la Purificación y Presentación: la Candelaria. No es éste el lugar
para un estudio de las ceremonias –tan ricas en simbolismo– de esta fiesta tan
arraigada en el ánimo del pueblo fiel. Nos bastará para el propósito de este
costumbrario con referirnos a las candelas o velas bendecidas, que son un
importante sacramental que pone a nuestra disposición la Iglesia como diligente
Madre que es nuestra.
SIMBOLOGIA
DE LAS VELAS
Las velas
son, ante todo, un símbolo de Nuestro Señor Jesucristo.
- Están
hechas de cera de abeja, lo que sugiere la formación de la materia del Cuerpo
de Cristo de la purísima substancia del cuerpo virginal de María (la cera la
producen, en efecto, las abejas obreras, que son vírgenes).
-El pabilo
que está en el centro de la vela simboliza el Alma Santísima de Cristo
-La llama de
la vela encendida representa, en fin, la Divinidad de la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad, que se une hipostáticamente a la Humanidad de Jesús, como
la materia de la vela se funde en el fuego que la consume y se hace una con él.
De modo,
pues, que las velas benditas que llevamos en procesión son una profesión de fe
en Jesucristo. Es fe, como la luz que irradian las candelas, ilumina nuestra
peregrinación en este mundo, significada en la procesión.
Por otra
parte, también podemos comparar las velas, análogamente, a nuestras propias
vidas, a las que la luz de la fe y el calor de la gracia santificante dan vida.
Somos como candelas que se consumen en el amor divino y debemos cuidar que nunca
se extingan o volver a encenderlas cuanto antes cuando tenemos la desgracia de
que el soplo del diablo las apague. De otro modo, vivimos en las tinieblas del
pecado y de la muerte.
Las velas
bendecidas el día de la Candelaria no se destinan al consumo ordinario, sino
que se reservan para usos exclusivamente religiosos, dado que se trata de
sacramentales. Si se consumen, la cera sobrante ha de enterrarse, no tirarse.
Son muy
eficaces en tiempo de tormenta eléctrica y tempestades de mar y tierra, ahuyentando
los peligros del rayo y otras desgracias. Entonces se recita la letanía “A
fúlgure et tempestate, líbera nos, Dómine” (Del rayo y de la tempestad,
líbranos Señor) y se invoca a la Santísima Virgen como la Auxilium Christianorum
(Auxiliadora de los Cristianos).
Otro empleo
de las candelas bendecidas es cuando la mujer se pone de parto para que éste
tenga buen término. También se encienden si hay un enfermo grave en casa o un
moribundo o agonizante. Ello se hace para que la vela, símbolo de Jesucristo,
lo guíe en el viaje definitivo, cuando el Señor, como a Simeón, “deje marchar a
su siervo en paz”.
En fin, no
es inútil consignar que este sacramental será muy eficaz contra los tiempos de
tinieblas y tribulación anunciados para el fin de los Tiempos, pero esto forma
parte de revelaciones privadas cuya credibilidad depende del juicio de la
Iglesia, que no deseamos prevenir.
Así pues,
aprovechémonos de esta riqueza que la Iglesia pone tan fácilmente a nuestra
disposición y conservemos piadosamente las candelas bendecidas el 2 de febrero.
Guardémoslas cuidadosamente en alguna caja bien resguardada de los calores
estivales, y envueltas en papel de seda para cuando su uso se vuelva oportuno
(que nunca faltará la ocasión). De estas mismas velas se puede tomar la que la
madre lleva en su “salida de parida”.
Como
colofón, consignamos la antífona mariana del tiempo (que se puede cantar al
final de las misas mayores):
Ave Regina
coelorum,
Ave Domina
Angelorum:
Salve radix,
salve porta,
Ex qua mundo
lux est orta:
Gaude Virgo
gloriosa,
Super omnes
speciosa,
Vale, o
valde decora,
Et pro nobis
Christum exora.
V. Dignare me laudare te, Virgo sacrata.
R. Da mihi virtutem
contra hostes tuos.
Oremus:
Concede, misericors Deus, fragilitati nostrae praesidium: ut, qui
sanctae Dei Genitricis memoriam agimus; intercessionis
eius auxilio, a nostris iniquitatibus resurgamus. Per eundem Christum Dominum nostrum.
R. Amen.
Salve, reina
de los cielos,
Salve,
señora de los ángeles,
Salve, raíz
santa, de quien nació la luz al mundo.
Alégrate,
Virgen gloriosa,
entre todas
la más bella.
Salve a tí,
la más hermosa.
Ruega a
Cristo por nosotros.
V. Déjame
que te alabe, oh Virgen sagrada.
R. Dame
fuerza contra tus enemigos.
Oremos.
Concede, oh Dios misericordioso, asilo a nuestra fragilidad, para que los
que honramos la memoria de la Santa Madre de tu Hijo, con el
auxilio de su intercesión nos levantemos de nuestras iniquidades. Por el mismo
Jesucristo nuestro Señor. R. Amén.
